Ensayo
La danza de Salomé como un tema orientalista en Enrique Gómez Carrillo
Angélica Nathalie Ortiz Olivares
Posgrado en Letras
Universidad Nacional Autónoma de México
Introducción
La narración de la muerte de Juan el Bautista recuperada a partir de los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, usualmente clasificada dentro de los temas bíblicos, ha tenido durante siglos copiosas reelaboraciones. Su presencia se encuentra documentada desde los siglos XV y XVI; sin embargo, es hasta el siglo XIX que la historia de San Juan y la princesa Salomé alcanza una proyección extraordinaria, transformándose en uno de los mitos literarios más importantes de fin de siglo.
Las circunstancias que rodean a la decapitación del santo son conocidas por todos: Juan se encuentra encarcelado por órdenes del tetrarca Herodes y profiere terribles injurias contra Herodías, esposa y cuñada de éste. Durante el transcurso de la fiesta de cumpleaños del Tetrarca, la hija de Herodías baila para los invitados y su danza gusta tanto a su tío que le ofrece todo lo que ella desee. Según el texto bíblico, la joven, aconsejada por su madre, pide la cabeza del Bautista. Herodes, a pesar de sus reticencias, cumple su promesa y se la entrega en un plato.
Varias son las circunstancias que tuvieron que confluir para que la bailarina alcanzara la proyección que tuvo durante el siglo XIX. En primer lugar, encontramos el gusto orientalista de la época, que veía en esta figura la mezcla exacta de crueldad, extranjería y erotismo. En segundo está el acto de rebeldía, que nos muestra a la princesa y a su madre trasgrediendo el orden patriarcal de una sociedad extremadamente conservadora de los roles sociales de cada sexo. Por último, hay que señalar la libertad creativa de representación que este pasaje evangélico proporcionó a los artistas, quienes incluyeron en la historia a sus propios fantasmas, preferencias y obsesiones.
En Europa, el orientalismo se encontraba estrechamente relacionado al proyecto imperialista de países como Francia e Inglaterra, que veían en Oriente a un contrincante cultural de Occidente, también susceptible de dominación. En otras palabras, lo que Edward Said llama Orientalismo se refiere al discurso utilizado por Occidente para “manipular e incluso dirigir a Oriente desde un punto de vista político, sociológico militar, ideológico, científico e imaginario” (Said, 2008: 22). Y al mismo tiempo, América Latina recibe de Europa estereotipos y mitos de Oriente, filtrados a través de una lente orientalista. De esta manera la figura de Salomé funcionará “como sinécdoque y metonimia de un Oriente mitológico asociado con la magia, la sexualidad y el exotismo” (Peluffo, 2005: 134).
Fragmento de "¡La Danza de Salome al rey Herodes!", tomado de la película 'María Magdalena' (2018).
Garth Davis (dir.), 2018. Reproducción de fragmento con fines de difusión.
El éxito de la incorporación del tema saloméico al archivo orientalista de los escritores latinoamericanos tales como Enrique Gómez Carrillo, Rubén Darío, Julián del Casal, Delmira Agustini, Efrén Rebolledo, entre muchos otros, se debió principalmente a lo que Stephanie Bentley denomina “salomé-manía del fin-de siècle”, que tuvo lugar en Francia y cuyos principales representantes fueron “los escritores europeos que actuaban como musas masculinas de los productores culturales latinoamericanos” (Peluffo, 2006: 293).
En la figura de Salomé, de acuerdo con Amy Koritz, se despliegan principalmente dos discursos,: el orientalista y las ideologías de género, ya que para los autores modernistas en la mujer podían confluir el misterio y el exotismo de Oriente: “Objeto fascinante envuelto en gasas y kimonos que ocultaban a la mirada occidental la quintaesencia de la otredad. Los hermosos trajes que la cubrían no significaban otra cosa que la apelación al develamiento y el desciframiento de los enigmas que escondían” (Amy Koritz, citada por Ruedas de la Serna, 2007: 15).
De esta forma, Salomé ocultó detrás de su danza un misterio que logró atraer con gran fuerza a escritores latinoamericanos, como Enrique Gómez Carrillo.
“El triunfo de Salomé” de Enrique Gómez Carrillo
Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), guatemalteco de nacimiento que hizo de Francia su hogar, escribió y publicó un cuento titulado “El triunfo de Salomé”, incluido en el libro Del amor, del dolor y del vicio (1898)
Gómez Carrillo tuvo la oportunidad de experimentar Oriente en persona y no sólo a través de los textos, como fue el caso de otros autores modernistas. Sin embargo, en su reescritura del mito saloméico decidió dejar de lado a los lujosos palacios para ambientar su cuento en el Madrid de finales del siglo XIX, en el que Salomé es una presencia difuminada, un fantasma que a través de la danza logra poseer y llevar a la muerte a Marta, la protagonista.
En este caso, el orientalismo de Goméz Carrillo se encuentra estrechamente vinculado a las políticas de género, ya que Marta, una mujer europea (el “otro femenino” occidental), trasgrede los códigos sociales de su época al intentar asumir como propia la “mala” feminidad oriental de Salomé.
En el cuento de Gómez Carrillo, la bailarina, inspirada en los caracteres dados por Stéphane Mallarmé, Oscar Wilde, Gustave Flaubert, Joris-Karl Huysmans, Jules Laforgue y Jean Lorrain, busca recrear el mundo de la princesa a través de una composición musical y coreográfica de Marta titulada El triunfo de Salomé, hecha en coautoría con su hermano Luciano, quien tomará el lugar de Herodes como espectador principal del espectáculo: “El público aplaudía alucinado haciendo repetir cada ‘paso’ y cada ‘figura’, mientras Luciano, en la penumbra de su palco, se embriagaba con el triunfo de la artista, como si fuese su propio triunfo” (Gómez Carrillo, 1989: 104).
Y en cuanto Carrillo insinúa que Marta mantenía una relación incestuosa con Luciano:
Desde ese instante sus labios no volvieron a entreabrirse sino para recibir los besos de su hermano que, no sabiendo ya cuál remedio darle para hacerla sanar, multiplicaba sus caricias, tratándola como a una novia, respirando el aroma de sus cabellos rubios, besando sus manos húmedas, halagándola, en fin, con mimos apasionados y frívolos, en el silencio trágico del dormitorio (Gómez Carrillo, 1989: 113).
Siguiendo los pasos de la New Woman,[1] que poco a poco se abría paso a inicios del siglo XX para dar lugar a la “liberación femenina” y a fenómenos como las flappers, Marta compone su propia pieza musical pese a “usurpar” de alguna manera el oficio de su hermano (pues la composición era una labor intelectual propiamente masculina). No obstante, la creación, que al principio resulta ser “una masa inextricable, un follaje enrevesado, algo como una selva virgen en la cual el aura de las mañanas serenas y el rudo viento de las noches invernales produjeran, a veces cadencias divinamente salvajes” (Gómez Carrillo, 1989: 107), es sometida a la labor de “jardinería” de Luciano, que buscará imponer un orden intelectual en medio del caos de la naturaleza creativa de su hermana.
El apasionado espíritu de Marta no conocía fatiga durante los ensayos, recordándonos la danza frenética y orgiástica de la Salomé de Flaubert en su cuento Herodías (1901);[2] o bien, por su descripción final, al vestuario de la Salomé pintada por Gustave Moreau en L’Apparition (1876).
[U]na bailarina surgió del fondo de las decoraciones, blanca como una estatua en la transparencia de tenues y vaporosas gasas.
Era una mujer de veinte años, alta, delgada, casi incorpórea, que bailaba, con ritmo lento y ademanes hieráticos, una danza sagrada de Alejandría o de Bizancio. Su cabellera rubia surgía de entre las flores azules de una guirnalda, cayendo en pálidas ondas de luz sobre el pálido alabastro de los hombres. Sus labios, ensangrentados de carmín, sonreían dulcemente, dejando ver las líneas impecables de los dientes. Tres largos collares de piedras multicolores, de amuletos de ámbar y de falos de bronce envolvían su torso y marcaban la delicada ondulación del pecho (Gómez Carrillo, 1989: 103).
La forma en que danza nos remite a la imagen oriental descrita por Gómez Carrillo en su libro De Marsella a Tokio (1906) cuando habla del baile de la Bayadera, que se puede decir que corresponde a la sección dedicada a Ceilán.[3]
El cuerpo frágil palpitaba entre los velos policromos, mientras los brazos, cruzados detrás de la nuca, permanecían inmóviles […] Y las figuras cadenciosas de la danza desarrollábanse, en la uniformidad monótona del mismo “paso”, con inmovilidades de Olvido, con inclinaciones de Deseo, con sacudimientos de Resurrección, al compás de flautas lejanas. […] Y poco a poco, en la claridad de la sala, la belleza casi lívida de la bailarina se idealizaba, hasta despojarse, en apariencia, de sus velos, de su blancura, de su sonrisa, de sus joyas, de todo lo que había en ella, en fin, de material y de humano, para convertirse en la evocación de un ensueño intangible (Gómez Carrillo, 1989: 103).
Sin embargo, como él mismo precisa, la complexión física de las occidentales es diferente de las mujeres del Este (1906: 76), cuyo cuerpo estaba mejor adaptado. Otra diferencia es la recepción de la danza por parte del público europeo, pues en esta época la presencia femenina en las tablas aún acarreaba algunos prejuicios que asociaban a actrices y prostitutas. Por ello, ver a una mujer como Marta, soltera, sin hijos –aunque bajo la custodia de su hermano– tratando de asumir una “sensualidad” que correspondía “exclusivamente” a la mujer oriental, causaba conflicto, pues no se trata de una joven exótica, sino de una española de cabello rubio incapaz de dejar de ser vista como occidental. Sin embargo, por el hecho de ser mujer y estar “poseída” por el espíritu de una femme fatale orientalizada, puede trasgredir el discurso hegemónico, a pesar de que al final debe pagar con su propia vida:
Su torso blanco se crispó con un temblor de agonía; sus piernas largas y finas agitáronse rápidamente; sus caderas vibraron, se contrajeron, se encorvaron, se esponjaron, se desgonzaron con la ligereza vertiginosa de la locura.
Bailó toda su obra en el espacio de algunos minutos. Y luego, extenuada, sin fuerza, sin aliento, perdiendo el equilibrio, cayó en una postrera ondulación, envuelta en un rayo de luna que, para verla, había entrado por la ventana (Gómez Carrillo, 1989: 114).
Con este último fragmento, el orientalismo de Gómez Carrillo se hace evidente, al evocar con la descripción de la muerte de su protagonista a la aclamada actriz y geisha Sada Yakko, quien fue famosa entre el público occidental por sus trágicas y apasionadas muertes en escena, algunas de éstas reseñadas por el mismo Carrillo:
Y luego, desgreñada; luego, cuando la pasión verdadera la muerde en las entrañas, cuando la muñeca muere y nace la mujer para no vivir sino un instante supremo, un minuto de vértigo, luego, en la locura de sus celos, en el delirio de sus deseos desencadenados, en el último momento de su arte, cuando el amor y la agonía se mezclan y forman en su semblante un abismo de luces verdes, de fosforescencias amoratadas, de reflejos macabros, cuando su faz ya descompuesta por los hipos últimos, sonríe aún al amado, en fin, la sensación es sobrehumana y es incomparable (Gómez Carrillo, 2007: 133).
La similitud entre ambas descripciones es clara, lo que nos lleva a pensar que Gómez Carrillo, a pesar intentar representar feminidades de distintas regiones de Oriente, sucumbe a su propia visión orientalista y nos muestra a dos mujeres atravesadas por el gusto decadente de la época, ambas encarnaciones de los fantasmas y obsesiones de la mente que las produjo.
Conclusiones
A lo largo de este breve ensayo, constatamos que en el cuento de Gómez Carrillo el discurso ideológico de fondo resalta. Así, en su obra está latente, por un lado, el rechazo hacia los nuevos cambios sociales promovidos por la irrupción de la New Woman en los ámbitos profesional, político e intelectual de la época, tanto en Europa como en América; y por el otro, el pensamiento orientalista en un país imperialista como Francia, donde nuestro autor radicó gran parte de su vida, que ve en la figura de la princesa Salomé el medio “exótico” ideal para representar a las sexualidades que no eran bien vistas en Occidente. De esta manera, la bailarina bíblica se coloca en un punto intermedio, donde como mujer extranjera, originaria de Medio Oriente, puede expresar abiertamente una sexualidad exacerbada que sirve de punto de contraste para definir a aquella de tipo más conservador que se encuentra fuertemente arraigada dentro de un discurso europeo adoptado, consciente o inconscientemente, por los autores hispanoamericanos, quienes al final lo adaptan a sus propias circunstancias.
Referencias
- Gómez Carrillo, Enrique. “El triunfo de Salomé”. Cuentos modernistas hispanoamericanos. Enrique Marini Palmieri (ed.). Madrid: Castalia, 1989. 103-114.
- Gómez Carrillo, Enrique. De Marsella a Tokio. París: Garnier, 1906.
- Peluffo, Ana. “‘De todas las cabezas quiero tu cabeza’: Figuraciones de la ‘Femme Fatale’ en Delmira Agustini”, Chasqui. Revista Latinoamericana de Comunicación, 34/2 (2005): 131-144.
- Peluffo, Ana. “Alegorías de la Bella Bestia: Salomé en Rubén Darío”, The Colorado Review of Hispanic Studies, 4 (2006): 293-308.
- Ruedas Serna de la, Jorge (coord.). Diplomacia y orientalismo. Fuentes Modernistas, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2007.
- Said, Edward. Orientalismo. María Luisa Fuentes (trad.). Barcelona: Random House Mondadori, 2008.
[1]Concepto que comenzó a usarse a fines del siglo XIX para aludir a una mujer que decide voluntariamente permanecer soltera para así demostrar su independencia del hombre, pese a ser vista como una usurpadora al pretender competir con éste en el ámbito profesional.
[2]“Bailaba todos los días, ensayando su obra, al compás de su propia música; levantaba los brazos al son de las flautas; esponjábase como una paloma enamorada entre las notas de los violines; erguíase cual ícono de oro al estruendo metálico de los címbalos que rugían anunciando su triunfo sanguinario […] Sus piernas esculturales, más ágiles que nunca, palpitaban eternamente, como movidas por una fuerza oculta que no estaba en armonía con el vigor de su pecho debilitado. Sus pies parecían desconocer la fatiga, y siempre inquietos, marcaban sin darse punto de reposo el ritmo de la danza sagrada, crispándose a cada instante el estuche diminuto de los zapatos” (Gómez Carrillo, 1989: 108).
[3]“Las argollas doradas que aprisionan sus tobillos y las otras, más numerosas y más ricas que le sirven de brazaletes, marcan con un ligero rumor de cascabeles rotos todos sus ritmos. En el cuello, un triple collar de piedras multicolores palpita sin cesar, haciendo ver que aun en los minutos en que hay una apariencia de quietud el movimiento persiste. […] Todo vive, todo vibra, todo goza, todo ama. […] Sus gestos son de seducción” (Gómez Carrillo, 1906: 76).