Artículo de divulgación

Las primeras aventuras del folletín en México


Diana Vanessa Geraldo Camacho

Universidad Nacional Autónoma de México

Instituto de Investigaciones Filológicas

dgeraldo01@gmail.com

 

Introducción

Al igual que en Francia y España, en México la novela nacional se consolidó a partir de su estrecho vínculo con el periodismo. En Francia, la novela tuvo su auge con la presentación en folletín, entre las décadas de 1830 y 1840; en España dominó la novela por entregas, y algunos pocos escritores recurrieron a la novela de folletín (entre 1840 y 1870), hasta que ambas fueron desplazadas por las obras realistas y naturalistas hacia finales de siglo. En México, por su parte, hubo un uso fluctuante de estas dos modalidades.

¿A qué me refiero con “novela de folletín” y “novela por entregas”? Por novela de folletín se entiende aquella obra que se publicaba en la parte inferior del periódico, conocida como “folletín”, que era una especie de anexo adherido a la página. En cambio, la novela por entregas era aquella que vendía un periódico directamente al suscriptor; solían ser cuadernillos independientes que abarcaban un par de capítulos de la obra en cuestión. Representan, por tanto, dos estrategias comerciales distintas de venta de literatura, aunque en esencia, y esto es muy importante, cuentan con una estructura y una técnica de escritura semejantes; es decir, se trata del mismo tipo de novela (un único género literario), pero vendida al público de dos maneras (diferente formato de venta).

Historia del folletín en México

Alberto Villegas Cedillo indica que la primera novela popular de vertiente periodística que salió de las prensas mexicanas fue El periquillo sarniento (1816) de José Joaquín Fernández de Lizardi, publicada originalmente por entregas y luego en folletín (1984: 6). Fernández de Lizardi inició en México, y de hecho también en América, con la escritura de novelas por entregas. Se puede decir que ésta “nace y se desarrolla al calor de las ideas libertarias de la Independencia” (Villegas, 1984: 11). Sin embargo, esta iniciativa literaria de Fernández de Lizardi fue apagada por los conflictos políticos del momento en México, y el vínculo entre periodismo y novela que él estableció sería retomado como un proyecto mayor hasta los años cuarenta del siglo XIX. Resulta llamativo que esta obra independentista y por entregas no haya tenido gran impacto en nuestro país. Por el contrario, fue la versión periodística del folletín la que volvió a poner en el foco de atención del público lector, casi a mediados de siglo, la creación y venta de la novela, pero ya no tanto como un texto sobre la Independencia, sino como una narrativa de aventuras al estilo de Eugène Sue y Alexandre Dumas, y como novela histórica al estilo de Walter Scott.

Es innegable que sin los periódicos la novela de folletín no hubiera logrado posicionarse en el lugar privilegiado que alcanzó durante el siglo decimonónico, una centuria en la que se fusionó la prensa con la literatura en una amalgama armoniosa y muy fructífera. Por supuesto que la novela no fue la única beneficiada, ya que también el periodismo se revitalizó con la creación literaria. Para los escritores de esa época, el ensayo político y la crónica social, por ejemplo, también eran apreciados como valiosos ejercicios literarios.

Esta perspectiva de la literatura explica por qué, junto a las novelas, se imprimían textos que, de acuerdo con la teoría literaria del siglo XXI, se pensarían más acordes con la historia o la sociología. La división genérica que proponían los escritores del siglo XIX responde a la concepción que desde el Neoclasicismo se tenía de la literatura, según la cual ésta era vista como un compendio de obras que contenía una amplia gama de conocimientos, por lo general, pertenecientes a las humanidades; por tanto, el corpus que constituía la literatura era prácticamente lo que estaba escrito, lo que se representaba por la letra impresa y que se publicaba –incluso textos que hoy no se considerarían literarios, como los sermones, los discursos políticos, los textos judiciales, los estudios geográficos, los tratados filosóficos, etc.–, sin que se reconocieran o cuestionaran los caracteres discursivos distintivos de cada obra; es decir, no había un concepto de género literario, como lo sostienen las teorías actuales. Así lo explica Bobadilla Encinas:

Entre finales del siglo XVIII y el cierre del segundo tercio del siglo XIX –esto es, de 1780 a 1876, aproximadamente–, debido en gran medida a los afanes universalistas del canon neoclásico, cuya influencia permeó al romanticismo predominante durante buena parte de la centuria decimonónica, se retomó y refuncionalizó la concepción, con ecos renacentistas, de que literatura es todo lo escrito” (2019: 273. Las cursivas son mías).

Sobre este asunto de la mezcolanza de géneros y de la vida multifacética de los autores, Vicente Quirarte comenta que los hombres de letras del siglo XIX podían ocuparse en diferentes tipos de escritura, así como tratar variados temas relacionados con las Bellas Letras, porque “todos servían para todo, pero todos servían a la palabra: en ella, con ella. Educados en principios religiosos, transformaron el verbo, con idéntica energía, entrega y misticismo, en instrumento laico de regeneración social” (2009: 16). En el siglo XIX no existía la idea de un escritor dedicado exclusivamente a un género; para ellos, la literatura constituía una amplísima gama de discursos –incluso aquellos que no eran de invención ficticia o de intereses estéticos, tales como los derivados de la historia, la filosofía, el derecho, la gramática, la elocuencia, etc. (Bobadilla, 2019: 274)– y, por eso, podían conciliar con facilidad la novela, el periodismo, la historia, la crónica política, las leyendas, entre otros más. Esta visión de la literatura no significa que confundieran los textos de creación, sino que los juzgaban parte de un todo, que era entendido como el mundo literario. Gerardo Bobadilla, al definir el concepto de Bellas Letras, aclara que éste estaba “al margen del carácter racional o ficcional de sus manifestaciones” (275), justamente porque incluía gran parte de las disciplinas conocidas hasta ese momento, con excepción de las ciencias exactas y físicas, que se encontraban en los diferentes ámbitos del conocimiento y que se representaban a partir de la cultura escrita, y así se deja ver en la propia producción literaria publicada en los periódicos (274-275).

Ésta es la primera característica de la novela de folletín mexicana: que convivía con otros géneros sin despuntar como la forma literaria por excelencia. La popularidad que alcanzó entre los lectores en los años sesenta de la antepasada centuria fue la causa por la que el folletín poco a poco llegó a colocarse en un lugar encumbrado, pero en sus inicios (los años cuarenta, principios de los cincuenta) en México era tan relevante como una crónica teatral; por esta razón, los diarios no tenían un apartado exclusivo para la novela. Ignacio Manuel Altamirano, con motivo de la publicación del tomo I de El Renacimiento, corrobora la idea de que los folletines no se dedicaban únicamente a la novela, sino que incluían textos que hoy no se clasificarían como literarios, pero que en ese momento sí lo eran. Los folletines adquirieron un valor literario indiscutible en el periodismo del siglo XIX, en las muy variadas formas discursivas de los textos que ahí se publicaban, los cuales, sin duda, favorecieron al desarrollo posterior de la literatura nacional. El autor de Navidad en las montañas (1871) subraya que el propósito de El Renacimiento era ofrecer un punto de vista conciliador y fraternal que contribuyera al progreso de las letras mexicanas:

Cordiales, entusiastas, dominando en ellas sólo la fraternidad y el deseo de ser útiles a la patria, [las veladas literarias] dieron el resultado que todos han visto […]. Pocos meses después, los folletines estaban llenos de artículos literarios, la política abría campo en sus diarios a las inspiraciones de la poesía, las prensas se agitaban constantemente dando a luz novelas históricas y estudios filosóficos, y tres o cuatro periódicos aparecían consagrados exclusivamente a la literatura (Altamirano, 1869: 4).

Los novelistas, comprometidos con el acontecer político y con la historia de la nación −que fue otro de los temas principales de la prensa decimonónica−, encontraron en el formato de la novela de folletín un nuevo camino para la exposición de sus ideales. Resulta significativo que, a pesar de que la obra de Walter Scott era muy apreciada y vendida en México, fue en realidad el folletín francés el que más se leyó. Es indudable que la influencia de Scott era muy fuerte, pero el impacto mayor se lo llevaron los franceses, ya que “en Hispanoamérica se opta más por la novela al estilo Dumas” (Chavarín, 2007: 38). De ahí que, aunado al interés literario por la novela histórica, los escritores trabajaran textos de ficción porque querían difundir sus programas ideológicos, que para ellos significaban, más que un asunto de concientización moral, un deber patriótico, puesto que con esta presentación ficcional ya no se verían tan reprimidos por la censura política (o incluso religiosa) todavía frecuente en la época. La novela era un género muy aceptado socialmente, además, gracias a sus atributos ficticios, podía evitar la represión partidista que tanto asediaba al artículo periodístico, lo que brindaba a los autores liberales la posibilidad de continuar impulsando sus planes ideológicos con los que pretendían crear nuevas costumbres republicanas, así como moldear el comportamiento y las conductas cívicas.

La novela de folletín mexicana tuvo su momento cumbre en la década de los años sesenta, poco después del derrocamiento del imperio de Maximiliano en 1867. Este tipo de novela funcionó en el país como un remanente del combate ideológico de los liberales contra los conservadores, quienes habían apoyado la invasión del ejército francés; por este motivo, uno de los temas más frecuentes de las novelas de ese periodo fue la Intervención francesa. Se pueden mencionar, por lo menos, tres obras que circularon en torno a este tema: Calvario y Tabor (1868) de Vicente Riva Palacio, El Cerro de las Campanas (1868) de Juan Antonio Mateos y Clemencia (1869) de Ignacio Manuel Altamirano. La técnica narrativa y la presentación cambian, respecto al artículo periodístico que estos autores venían trabajando desde tiempo atrás, pero el núcleo interno sigue siendo el mismo: los valores liberales como el mejor proyecto político para la sociedad mexicana.

Con la asimilación del folletín francés se puede observar una, como se dice de forma coloquial, “ironía de la vida”, pues en la vida política los mexicanos no apreciaban a la cultura francesa, enemiga incluso en sentido bélico, pero en el ámbito literario fueron, justamente, los escritores franceses los que se ganaron el calificativo de modelo, de inspiración creativa y, de alguna manera, de maestros de escritura.

El fistol del diablo de Manuel Payno

Aquí conviene hacer un repaso al pasado literario, pues aunque la fama mayor de la producción novelística se dio en la década de 1860, en realidad fue a principios de 1840 cuando el folletín hizo su entrada en la prensa mexicana. La primera obra aparecida en México con este formato fue El fistol del diablo (1845-1846) de Manuel Payno, publicada inicialmente en Revista Científica y Literaria. En el momento en que Payno sacó a la luz su novela, en Francia estaba dándose de manera paulatina el declive del folletín, que desapareció a finales de la década de 1850, pero que conservó una prolongación de su línea de vida en España y, posteriormente, en México y en América Latina.

Manuel Payno llegó a Europa después de un viaje diplomático por Sudamérica, cuando la novela de folletín francesa estaba en la cima del éxito comercial, allá por el año de 1842. Hombre de amplia cultura y con una gran afición por las letras, no es de extrañar que leyera y se informara sobre esta nueva producción literaria. Antonio Castro Leal supone que Payno se acercó a estos textos durante su estancia en Europa o quizá en el largo viaje de navegación de regreso a México (2007: xix). Atraído por la forma y por el ingenio narrativo de estas obras, asentado otra vez en el país, Payno comenzó a difundir en folletín, a la manera que lo hacían los franceses, su novela El fistol del diablo. Con esta publicación no sólo se inauguró en México un formato de venta, sino una técnica de escritura, pues su novela conserva todas las peripecias e incidentes dramáticos propios del folletín francés. Algunas de las características folletinescas de este tipo de obra son: 1) una muy extensa suma de páginas (eran literalmente unos novelones); 2) la estructura del suspenso al estilo rocambolesco (esto es, con muchos giros inesperados); 3) una construcción arquetípica de los personajes (la chica hermosa e indefensa, el héroe, la buena madre, el villano, como estereotipos del Bien y del Mal); 4) una concatenación de aventuras que parecería seguir infinitamente –por eso, Umberto Eco les llama “máquinas de narrar” (Eco, 2007)–; 5) finales grandilocuentes e insospechados; 6) encuentros fortuitos de viejos amores o de parientes desaparecidos; 7) naufragios y secuestros; 8) grandes venganzas o castigos por parte de los héroes, entre otras más. Estos recursos son el antecedente directo de los "culebrones" televisivos de la actualidad.

La hija del judío de Justo Sierra O’Reilly

Con menor difusión que Payno, incluso casi desconocido por el lector capitalino, Justo Sierra O’Reilly fue el otro escritor mexicano que acudió al esquema francés en la década de los años cuarenta. La hija del judío, la mejor y más conocida novela de Sierra O’Reilly, apareció por primera vez como folletín en las páginas de El Fénix de Campeche, periódico a cargo del propio autor. La novela se distribuyó durante casi un año, de finales de 1848 a diciembre de 1849. Manuel Sol comenta que Sierra O’Reilly comenzó su novela mientras residía en Washington, y que lo hizo mediante el dictado, estrategia común entre los autores folletinescos, ya que, de esa manera, resultaba más fácil obtener una cantidad abundante de páginas (2008: 17). La dinámica del dictado, debido a su sistema en voz alta, implicaba el uso de un lenguaje más sencillo, un ritmo más acelerado y, por consecuencia, a menudo involucraba incorrecciones o inexactitudes en la trama y en la estructura. De hecho, ése fue el gran peligro al que se enfrentó la primera redacción de la novela de Sierra O’Reilly. Este procedimiento de elaboración determinó en La hija del judío algunos aspectos sustanciales de la trama y del suspenso. Es significativo que, a pesar de haber sufrido los altibajos del dictado, el escritor campechano haya conseguido construir una estructura coherente y cerrada.

La obra de Sierra O’Reilly destaca no sólo porque fue uno de los primeros textos que copiaron el modelo del folletín, teniendo como base escritural a dos de los clásicos del género (Sue y Dumas), sino también porque imitó la narrativa de Walter Scott al complementar su propia novela con un sustrato histórico, en el que la acción política se encuentra rodeada de una serie de lugares comunes que, técnicamente, son propios de la ficción histórica, como sucesos auténticos, personas registradas por la historiografía y movimientos políticos del pasado, entre otros. De esta forma, la novela tuvo su primera aparición en México como novela histórica folletinesca, unión de estilos y temas que distinguiría a muchos más escritores, pero que inició con Sierra O’Reilly, quien fue el primero en publicar una obra de este tipo y, además, en hacerlo con mucho mérito.

La trama de La hija del judío se dispuso con mucha astucia y artificio, primero, con el planteamiento de un curso detectivesco y enigmático que se deja llevar, después, por una fabulación truculenta al estilo de Sue −al que, por cierto, Sierra O’Reilly le tenía una gran admiración, según lo anota Manuel Sol, uno de los estudiosos de su obra (2008: 30)−, en el que predomina una historia de amor envuelta en intrigas religiosas, sin que se abandone jamás el hilo argumentativo que da pie a la exposición de la historia política y religiosa de Yucatán, tema eje de la novela. Aunque La hija del judío se dio a conocer muy poco en su tiempo, es indudable que su ejercicio de composición, que consistió en unir lo histórico con lo folletinesco, fue para los narradores de mediados de siglo una de las hibridaciones genéricas más atractivas y que utilizaron con mucha frecuencia, y en algunos casos tuvo tal relevancia que, incluso, expresaría un rasgo característico de sus obras. Pienso, por ejemplo, en autores como Vicente Riva Palacio, quien construyó sus novelas al estilo de Sierra O’Reilly, con tramas históricas envueltas en una atmósfera de misterio y de ambiente gótico; o también en Juan Antonio Mateos, quien emuló el tipo de construcción histórica y folletinesca.

Es pertinente aclarar que muchas novelas mexicanas no se publicaron en folletín o por entregas; sin embargo, es innegable que una parte esencial de la narrativa decimonónica tuvo como modelo a los folletinistas franceses, que para mediados de la década de los cincuenta se podían encontrar en abundantes librerías de México. Por este motivo, la novela de folletín fue adoptada más como un modelo de escritura que como un formato de venta. Este hecho resulta tan evidente que el primer rasgo distintivo que tienen muchos novelistas mexicanos de mediados de siglo que podemos llamar folletinescos (Vicente Riva Palacio y Juan Antonio Mateos, por ejemplo), y a diferencia de los franceses, es que los mexicanos no publicaron sus novelas en un folleto anexo al periódico, de acuerdo con la norma de la novela de folletín –como sí lo había hecho Payno con El fistol del diablo en los años cuarenta, influido por los europeos−, sino en entregas semanales externas a la impresión del periódico, que los suscriptores podían recibir en su casa, incluso, un día en el que el diario no se publicaba. Este método de venta por parte de los novelistas de México, en realidad, estaba reproduciendo el modo en que los españoles habían comerciado sus obras en la década de los sesenta del siglo XIX.

Conclusiones

Conviene destacar el conjunto de peculiaridades que los escritores mexicanos asimilaron para la construcción de tramas vertiginosas, repletas de misterios, aventuras y peripecias, mediante las cuales se podía atrapar más fácilmente la atención de los lectores y aleccionar, al mismo tiempo, sobre una perspectiva política. Estos autores también aprendieron una nueva destreza para elaborar personajes arquetípicos, escenas grandilocuentes y dramáticas que incitaban al llanto o a la intriga; acudieron, además, a la hoy tan criticada estructura maniquea del Bien y del Mal –que, por cierto, en ese momento no era vista como un cliché, sino como un mérito novelístico–, a los finales inesperados, conocidos como “vueltas de tuerca” y, por supuesto, a los recursos de prolongación del suspenso.

No quiero concluir sin señalar que los mexicanos imitaron de los escritores franceses, y luego de los españoles, un uso novedoso del periódico, pero, sobre todo, aprovecharon de ellos una nueva habilidad para escribir novelas. El fistol del diablo y La hija del judío son las dos modelizaciones mexicanos que inician con la práctica del folletín; la primera, con aventuras de tipo social, y la segunda, con aventuras históricas. Estas dos obras inauguraron en México una técnica de escritura y un sistema comercial de venta y de lectura que serían fundamentales para conseguir el anhelado objetivo de consolidar la literatura nacional.

Referencias

  • Altamirano, Ignacio Manuel, “Introducción”, en El Renacimiento. Periódico Literario. (1869): t. 1, 3-6. Disponible en línea: https://hndm.iib.unam.mx/consulta/publicacion/visualizar/558075be7d1e63c9fea1a402?intPagina=4&tipo=publicacion&anio=1869&mes=01&dia=01 [25 de enero de 2023].
  • Bobadilla Encinas, Gerardo Francisco, “Bellas letras, academias y periódicos en México durante el siglo XIX”, en Raquel Mosqueda Rivera, Luz América Viveros Anaya y Ana Laura Zavala Díaz (eds.), Literatura y prensa periódica. Siglos XIX y XX. Divergencias, rupturas y otras transgresiones. México: Universidad Nacional Autónoma de México - Instituto de Investigaciones Filológicas, 2019: 269-294.
  • Castro Leal, Antonio, “Estudio preliminar” a Manuel Payno, El fistol del diablo. México: Porrúa, 2007 (Sepan Cuantos…, 80). ix-xxv.
  • Chavarín, Marco Antonio, La literatura como arma ideológica: dos novelas de Vicente Riva Palacio. México: Fondo Editorial Tierra Adentro, 2007.
  • Eco, Umberto, El superhombre de masas. México: DeBolsillo, 2007.
  • Pacheco, José Emilio. “Presentación”, en La novela histórica y de folletín. México: Promexa, 1985: v-xvi.
  • Quirarte, Vicente, “Estudio preliminar. La patria como oficio” a Guillermo Prieto, La patria como oficio. Una antología general. Selección, cronología y estudio preliminar de Vicente Quirarte. México: Fondo de Cultura Económica / Fundación para las Letras Mexicanas / Universidad Nacional Autónoma de México, 2009: 13-37.
  • Sol, Manuel, “Introducción” a Justo Sierra O’Reilly, La hija del judío. Tomo 1. Edición crítica de Manuel Sol. México: Universidad Veracruzana, 2008 (Clásicos Mexicanos, 9): 13-63.
  • Treviño, Blanca Estela. “José María Lafragua (1813-1876)”, en Jorge Ruedas de la Serna (ed.), La misión del escritor. Ensayos mexicanos del siglo XIX. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1996: 61-65.
  • Villegas Cedillo, Alberto, La novela popular mexicana en el siglo XIX. Nuevo León: Universidad Autónoma de Nuevo León, 1984.

 

Ejemplo de novela por entregas como parte de un suplemento dedicado a los suscriptores. Esta técnica fue también utilizada en Francia, en este caso, por Alexandre Dumas, padre, con el cuento La luna (1860) (Un Voyage a la lune). No se conocen restricciones de derechos de autor.