Ensayo

Palabras de un viaje en bicicleta

 

Karla Elisa Morales Vargas

Posgrado en Letras Mexicanas

Universidad Nacional Autónoma de México

 

Forzado a atravesar este desierto,
mansión de horribles sombras, he accedido
a vuestro enorme imperio; solitario,
camino de la luz, sin quien me guíe,
el sendero perdido voy buscando
que me lleve, feliz, a la frontera
entre el Cielo y las sombras de este mundo.

John Milton, El paraíso perdido

Pedaleo lo más rápido que puedo, el aire helado me enfría el alma y mis piernas giran como un rehilete al viento. Algo me persigue y aunque quiero alejarme me termina atrapando. Bajo por University, me siento sofocada pero no puedo parar. Avanzo, las lágrimas congelan mis ojos, llego a la Marina, las pequeñas colinas verdes me dicen que estoy cerca. Busco un tubo para aparcar la bici, la encadeno y corro; corro tan rápido que el corazón se me sale del cuerpo. Llego al lugar: mi hermoso paraíso celeste y mi agitado cuerpo se tiende al sol. Enfrente el mar helado, apacible, silencioso, me observa llorar hasta asfixiarme. Miles de preguntas me roban el aliento, musito maldiciones, el coraje de mis entrañas. Estoy harta de la persecución, del juego que elegí.

Con las lágrimas agotadas y mil sollozos me incorporo hasta sentarme. Una lenta calma comienza a invadir mis piernas.Los espasmos de mi pecho ceden el paso a una respiración perfecta, sincronizada. Cuando niña solía encerrarme en el baño para llorar las peleas de mis padres, salía cuando el silencio se apoderaba de mí. Llorar era como exorcizar los miedos: esos engendros que ni siquiera eran míos. Pero hoy sí lo son. Yo los creé, los asumí y me persiguen, me asedian. Creé mi propio paraíso perdido y debo ser consciente: viviré con mis demonios.

Observo el mar, su ir y venir constante, la danza que sostiene el viento con los árboles. Siento placer, la dulzura atormentada de quien domeñó por segundos a la bestia. ¿Por qué elegí el dolor de las preguntas?, ¿este camino de palabras?, ¿la dichosa belleza: “ese monstruo enorme, ingenuo y atrevido”? (Baudelaire, 2003: 63).

Quisiera culpar a mi padre, su alma atormentada fue mi Fausto. Pero no, él no es culpable. Las flores del mal alimentaron mi espíritu, a hurtadillas bebí el libro apolillado como el vino que habría de embriagarme. Ingenua, creí que podía olvidar los mandamientos que el diablo me dictó al oído: gobierna el universo, prueba el elixir de la oscuridad, viaja, saborea la vida hasta la muerte y escribe. Yo me coloqué en esta hoz, me procuré el martirio de la hoja en blanco, el laberinto sin hilo, la soledad acompañada. Yo, soberbia, creí poder lidiar con todo ello, me regocijé de poder bailar bajo la lluvia. ¡Pero esta tormenta! Estoy aterida de frío. Y no encuentro cómo cobijarme para seguir subiendo.

El viento sobre mi piel y un sol rojizo en el horizonte me indican que debo partir. Levanto mi rendido cuerpo y voy en busca de la bicicleta, el único vehículo que puedo conducir a mi ritmo, con mi fuerza, hacia donde yo quiero. Tomo el manubrio, me acomodo en el sillín, cierro mi suéter hasta el cuello y comienzo la rodada de vuelta. La brisa que produce el avanzar alborota mi cabello. Mis brazos enrojecen con el movimiento. Me percato de un empinado descenso cuya subida no sentí al llegar. Mi perseguidor interno me evitó el desgaste, las preguntas anestesiaron mis piernas. Las luces de Berkeley a lo lejos me recuerdan aquella sensación que tuve cuando era niña de que el cielo se reclinaba en la tierra. Me tumbaba entonces a nombrar las estrellas de manera extraña: Adsquin, Lerus, Melicar… el universo era mío y lo sabía. Después volvía a casa a beberme las constelaciones con café. Sonidos conocidos me invaden repentinamente. Un grupo de mexicanos en la esquina hacen cola para un restaurante. Paso rápidamente al lado de ellos, por segundos imagino México, las calles que sería imposible transitar en bicicleta. Sigo la marcha, Shattuck con sus luces rimbombantes me deja avanzar sin problema. Doblo en Blake, la calle de mi departamento. Un escalofrío me acongoja. Siento que alguien me persigue, pedaleo de nuevo con todas mis fuerzas. Llego al estacionamiento, amarro la bicicleta. Volteo, la sombra de mis preguntas me acompaña. Subimos al departamento. Abro la puerta. En el escritorio, intacta como la dejé, mi computadora me muestra la hoja que todavía no comienzo.

Referencias

  • Baudelaire, Charles, Las flores del mal. Prólogo y traducción de Nydia Lamarque. Buenos Aires: Losada, 2003.