José Luis Rangel
Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas
Universidad Nacional Autónoma de México
Sin duda toda experiencia de viaje se vincula con el desenvolvimiento e intercambio entre seres humanos. Desde épocas pretéritas, la migración ha significado un esfuerzo para mejorar ciertas condiciones de vida: cumplir anhelos, levantar promesas y llevarlas a la realidad. Resulta paradójico que en esta época multicultural predomine una aparente apertura de fronteras, mientras que en los hechos los desplazamientos sociales resulten complicados y contradictorios. El migrante pasa por momentos de rechazo, motivados por el prejuicio de otros, así como cierta incertidumbre ante el territorio desconocido. Por otra parte, las condiciones en que ha llegado a la tierra extranjera influyen para su propia asimilación del espacio. Las puertas abiertas de la globalización permanecen como fronteras traslúcidas: opacas para ciertos perfiles, mientras que para otros, mucho más luminosas y certeras. En estos tiempos, el desplazamiento no sólo resulta más asequible, sino que se ha transformado en un fenómeno bastante común: cerca de nosotros, siempre hay alguien que ha llegado de otra parte. Sin embargo, aún conviene atender las razones de estos movimientos, cuyos motivos pueden ser muy diversos.[1]
En una época como la nuestra resulta lógico que el fenómeno migratorio suscite fuertes discusiones polarizadas, que van desde la aceptación al rechazo, de caer en el miedo o abrirse al otro sin problema alguno. De allí que surjan dos perfiles evidentes: quienes están a favor de la integración y quienes difunden el pánico ante el presunto invasor. Sobre ese punto, si la literatura sirve en gran medida como representación de la realidad y, por ende, refleja las fascinaciones, miedos y problemáticas de un entorno social, en consecuencia, por medio de ella sería factible una reflexión en torno al fenómeno migratorio. Debido a lo anterior, pretendo aquí explorar tres visiones de la migración a partir de la literatura: 1) la novela El pez dorado de J. M. G. Le Clézio sobre los desplazamientos a Europa desde África; 2) un relato de Cristina Rascón publicado en la compilación de Eduardo Antonio Parra El norte, donde se refleja el binomio México-Estados Unidos, y 3) la novela La ignorancia de Milan Kundera, en la que se explora la condición del exilio. Dicho contraste permitirá al lector escuchar la voz ficcional que en muchos sentidos semeja a las de la realidad y, así distinguir por medio de la literatura algunas de las problemáticas a las que se enfrenta el migrante actual.
Por principio, todo pensamiento acerca de las fronteras se encuentra asociado con la noción de diferencia; sobre ésta influye el grado de aceptación hacia ciertas culturas, según el “prestigio” de la nación de origen, así como el arraigo de ciertos estereotipos. En consecuencia, la imagen de un país también tiene mucho de construcción ficcional. Juega un papel importante la postura que internos y externos en una sociedad asumen entre ellos y distintos grupos culturales: aquello que Zygmunt Bauman (2017: 10) denominó “el equilibrio” entre la mixofilia y la mixofobia; es decir, entre aquellos que enarbolan la defensa por lo extranjero y quienes se dejan llevar por la alarma y preocupación ante lo diferente. No se trata de un asunto novedoso: la época en que se desarrollan los sucesos de La ignorancia atraviesa la Primavera de Praga (1968) y la Revolución de Terciopelo (1989), por lo que su discurso se inscribe en el de una generación que creció hace cincuenta años.[2] El punto de vista no ha cambiado demasiado si se mira desde la óptica de una travesía no deseada:
Siempre le había parecido evidente que su emigración había sido una desgracia. Pero en aquel instante se preguntó si no sería más bien la ilusión de una desgracia, una ilusión sugerida por la manera en que todo el mundo percibía a un emigrado […] y se dijo que su emigración, aunque impuesta desde el exterior, contra su voluntad, era tal vez, sin que ella lo supiera, la mejor salida a su vida (Kundera, 2009: 27).
El fragmento anterior atraviesa una promesa cumplida: surcar las fronteras, salir a causa de la violencia provocada por la transición revolucionaria, lo cual conlleva una marca dolorosa: escapar no por convicción, sino para sobrevivir a la oleada de violencia en el país de origen. Aunque en la ficción el personaje se encuentre con el mejor de los escenarios posibles, es visible también el carácter derrotado que adquiere un migrante ante la mirada inquisitiva, pues el propio hogar se ha desmoronado.
Los protagonistas son dos migrantes que, al volver a su tierra natal, quedan prendados por aquello que abandonaron y emprenden una relación amorosa. La ficción es valiosa pues resulta un foco de reflexión sobre la memoria y la mirada personal, sobre aquello que vale la pena: lo que en nuestra experiencia se volvió cotidiano y transitorio, y que muchos años después, al regresar a la patria, cobra de nuevo sentido.
Imaginar cualquier viaje lleva siempre consigo la posibilidad del retorno. Volver a la tierra natal, y el efecto que esto provocaría a futuro. Desde luego, es un tema vinculado con la nostalgia: sentir cierto dolor al recordar una experiencia. El Ulises de la Odisea, referente fundamental de la novela de Kundera, se asocia con Irena y Josef, los cuales de manera afortunada casi redescubren un viejo hogar. Sobre la vuelta a Ítaca, el Ulises que evocan los personajes
durante veinte años no había pensado en otra cosa que en regresar. Pero, una vez de vuelta, comprendió sorprendido que su vida, la esencia misma de su vida, su centro, su tesoro, se encontraba fuera de Ítaca, en sus veinte años de andanzas por el mundo. Había perdido ese tesoro, y sólo contándolo hubiera podido reencontrarlo (Kundera, 2008: 38).
En dicha descripción de la vida se distinguen las experiencias vividas desde la otra parte; sin embargo, eso no sucede siempre. A pesar de los riesgos y vacilaciones, las “fronteras traslúcidas” y “ambiguas” finalmente dejaron pasar un resquicio de luz. El sueño de la emigración, aquella rareza que se asentó en el siglo XX (Kundera, 2008: 20), acabó por ser una promesa para volverse parte de la experiencia digna de contar a un cómplice o a un amigo. Y ésa es también una de las virtudes de la posibilidad del retorno: reencontrar a los seres que en otro tiempo fueron significativos; acercarse a ellos y que cada quien cuente su propia historia.
Hay momentos en que las afinidades se cruzan. Ocurre, por ejemplo, cuando dos perfiles semejantes dialogan, como en “Familia americana” de Cristina Rascón. Martha, protagonista del relato, es una mexicana que logra el sueño americano. Rascón nos presenta el testimonio de los migrantes ilegales que llegan a suelo estadounidense; en él, una mexicana casada con un norteamericano se preocupa por la llegada de diez mojados a su jardín. La supuesta invasión se ve suavizada con el diálogo que mantiene con una de las migrantes. Así, Martha, protegida por la greencard y su marido Harold, en principio se niega a abrir la puerta a sus compatriotas, pues le parecen una amenaza e incluso semejan las sombras de aquella tierra que ha abandonado: su México natal. La llegada de ilegales se asocia con cualquier foco de peligro: tras el ataque a las Torres Gemelas, el gobierno estadounidense se encargó de construir el imaginario del adversario, el cual se ha dirigido bajo la amenaza del “terrorismo” o del “narcotráfico” (González, 2014: 35). Lo señalado por especialistas en geopolítica coincide con la primera descripción de Martha sobre sus connacionales (los subrayados son míos):
[L]os mojados vienen con los coyotes que son unos hijos de la chingada, les dicen que aquí ya es Tucson, que ya es Chicago, son unos groseros, la otra vez leí que se robaron a una niña de meses, que pa venderla, no, si son unas alimañas. ¿Y a poco no creen que también se cruzan los terroristas, los violadores, los narcotraficantes? Son una amenaza. Ésos también se meten por aquí. Nadie les puede asegurar que los mojaditos sean siempre inofensivos (Rascón, 2015: 297).
Bajo otra perspectiva, los migrantes forman parte de un gran grupo de habitantes que pertenecen a las “fronteras traslúcidas”, pues están y no están en un territorio delimitado; se inscriben dentro de ese grupo de más de diez millones de personas que habitan en campamentos, centros de retención o zonas fronterizas mientras buscan solución a su endeble posición social (Wihtol de Wenden, 2013: 38). En el cumplimiento de sus aspiraciones se vuelven seres sobre los que resultaría razonable sentir miedo, mismo que se ha extendido a expresiones cotidianas y discursos políticos: los calificativos de Donald Trump en torno a los mexicanos tras anunciarse como precandidato presidencial reflejan esa otra parte de la visión del otro.
“Familia americana” es un ejemplo revelador para describir la epopeya de los mojados: su camino por el desierto y el dolor ante la distancia recorrida. Hasta ese momento, Martha sigue sin abrir la puerta. Se necesitan las palabras y el contacto para volver a la realidad; salir del sueño y regresar a la promesa de Norteamérica, aquella que alguna vez la cautivó. A partir del diálogo entre Martha y una de las migrantes, la "frontera opaca"[3] se desvanece por completo. Sin quererlo, la protagonista ha escuchado las intenciones de "la invasora", sus anhelos. Una promesa ha motivado que ambas, en distintos momentos, cruzaran la frontera: tener un hijo de padre norteamericano. Posiblemente, el mayor efecto de empatía se da cuando compartes con alguien un mismo objeto de deseo; así ella narra a la protagonista las razones de su periplo (los subrayados son míos):
No, nostamos casados pero él me dijo que si me venía me ayudaba, como fuera. […] Quiero casarme aunque sea por los papeles, o pagar la greencard, así le hacen muchas. Nomás que yo sí lo quiero, pero se me fue con uno de esos pleitos. De todas formas voy a volver, lo voy a encontrar, quiero una familia gabacha con él, una familia bonita, como cualquier otra (Rascón, 2015: 304).
Resulta interesante cómo a partir de un anhelo compartido la sensibilidad vuelve a adquirir un papel en la historia: una manera de comprobarlo es a partir de un desdoblamiento de Martha en el que ella se ve como la migrante en el jardín, con el hijo a cuestas y con el riesgo como factor de apuesta. Y ella misma pasa de ser la propietaria del hogar a quien busca asilo tras mucho caminar. Aquella otredad desfigurada por la idea de barbarie pasó a ser el retrato de sí misma. Ésta, como muchas historias en el día a día, acaba con un crudo final: la Border Patrol se lleva a la migrante con su hijo y, a su vez, le ha arrebatado a Martha su tranquilidad, pues se ha dado cuenta de lo evidente: a pesar de sus papeles siempre será parte de la "gran invasión"; en el fondo, queda aún lejos el paraíso.
“Deseo que no se cumple, se pudre”, señala un proverbio africano. Con estas palabras podría caracterizarse a Laila, protagonista de El pez dorado de Le Clézio, quien personifica un anhelo y sus dificultades para llevarlo a cabo. La novela trata de una joven marroquí que con grandes dificultades logra llegar a Europa; sin embargo, el viaje le trae únicamente decepciones y angustias, pues no cumple los sueños perseguidos desde su tierra natal. Su primer contacto con el Viejo Continente fue a partir de sus lecturas en una biblioteca pública de Marruecos: allí surgió su deseo de escapar. Fue el trato diario lo que hizo a Laila desencantarse del nuevo hogar: la “frontera opaca”. Su perfil de desplazada, huérfana de patria, en los dos sentidos del término,no provoca sino el dejo racista y provocador de los habitantes de Francia. La mirada juega un papel fundamental: no sólo juzga, también castiga. Así se observa Laila a sí misma, luego de varios meses en Francia:
No tardé en tener problemas, algunos de los hombres que observaba me seguían. Pensaban que era una prostituta, una pobre inmigrante de barrio que iba a buscarse la vida a las calles del centro. Se acercaban a mí, pero no se atrevían a abordarme por miedo (Le Clèzio, 2009: 90).
El nudo de la historia sigue un proverbio náhuatl que sirve de epígrafe: “Oh, pez, pececillo dorado, ¡ten mucho cuidado! tantas las redes y trampas que te tiende este mundo”. Laila, desprotegida desde la infancia, irá en búsqueda de una identidad arrebatada. Se enfrenta a personajes macabros que no la dejarán vivir en paz: buscarán aprovecharse de su cuerpo y sus limitadas posibilidades de supervivencia. Deberá crecer y luchar por sí misma, enfrentándose a un mundo oscuro e inhabitable que parece irla ahogando a cada momento. De esta manera se ha visto al migrante: como un extraño en los niveles más bajos de una sociedad. En ese sentido, como menciona Sergio González Rodríguez (2014: 61), “la inestabilidad y los conflictos suelen ser muy productivos para ciertos poderes económicos y geopolíticos: deshumanizan”. Dicha falta de consideración hacia el otro impide actos tan necesarios como la introspección: vuelve al sujeto solitario en una opaca frontera donde las amenazas no tendrían razón de existir.
La indefensión de la protagonista contrasta con los perfiles antes vistos: desde la migrante que ha sido aceptada en la sociedad hasta los exiliados que regresan al territorio. A fin de cuentas, todo viaje conlleva la posibilidad de mejorar las condiciones de vida, lo cual se refleja de manera notoria en fragmentos breves de El pez dorado. Entre ellos, considero éste uno de los más significativos por su expresividad y sencillez, cuando Laila aún narra la posibilidad de vivir un mundo mejor, quizá aquel que vislumbró en las lecturas de una biblioteca de Marruecos: “Era de noche. Pero en París nunca se hace completamente de noche” (Le Clézio, 2009: 118). La oscuridad es ambigua: depende del espacio atisbar cierta luz y decidir el mejor camino, ya sea mantener el rumbo o emprender la retirada.
Sin duda alguna, dentro de la narrativa contemporánea existen personajes que fungen como un testimonio verosímil, como un pronóstico de reacciones y entrecruzamientos de la realidad cotidiana de muchos otros en condiciones adversas. La construcción de personajes deformados por el miedo y la diferencia acentuada puede invertirse a la hora de buscar un espacio para sensibilizar; la literatura es uno de estos espacios. De esta forma la frontera puede también disiparse. Lo cierto es que, a pesar de que los ejemplos presentados forman parte de ficciones, nos parecen verosímiles y fidedignos debido a que están inspirados en seres reales o en una aproximación a ellos, con todo lo que implica: qué sienten y cómo se ven reflejados por propios y extraños.
Apelar a una visión quijotesca donde no exista una división entre realidad y ficción sería insulso para esta y otras aproximaciones. Sin embargo, la posibilidad de la narrativa resulta válida para formular una mirada crítica ante las problemáticas contemporáneas; ese ha sido uno de los fines de esta exploración. Otro, destacar que la figura del migrante también se basa en construcciones imaginarias, aunque lo que en el fondo anhele sea que en su país surjan mejores condiciones a futuro; por esto y otros factores es necesaria la huida, más allá de cualquier preferencia. Pero en el retorno, el andante aspira a contar sus aventuras y ser escuchado; algo tan natural al ser humano como emprender un viaje. Lo anterior se resume en lo siguiente: todos necesitamos de las historias, pues de ellas depende iniciar un camino que amplíe nuestro panorama del mundo.
[1]Habrá que señalar que el perfil del que se desplaza ha cambiado drásticamente en los últimos cincuenta años. Entre las causas principales de la migración se encuentra la inseguridad. Normalizar la violencia juega un papel importante en ello; en ese sentido, los perfiles literarios explorados remiten a un contexto en el cual el abuso y la desigualdad han llegado a sus límites, tanto en un contexto político como económico: son algunas de las condiciones del globalismo, donde la nación imperante dicta lo que tiene que hacerse para sobresalir (González, 2006: 256). En ese sentido, se evidencia lo siguiente: la marginación social en la propia patria es también una forma de violencia desapercibida y silenciosa.
[2]En relación con lo anterior, de acuerdo con el estudio de Catherine Wihtol (2013: 25), en la actualidad el migrante ha incrementado su nivel de escolaridad, lo cual provoca que sus aspiraciones sean de otra envergadura. Por otro lado, mientras que en los años sesenta casi cualquier migrante se identificaba con un perfil masculino, ahora casi la mitad son mujeres, lo cual se refleja en estos ejemplos literarios, donde se expresan voces femeninas.
[3]Entiendo “frontera opaca” como una puerta no abierta, producto del rechazo de ciertos perfiles bajo la mirada de los habitantes. Ocurre con Laila desde su nacimiento hasta la llegada a Francia, donde debe cumplir con trabajos mal remunerados, alejada de sus aspiraciones nacidas en las fantasías de su juventud.